POLITIZAR LA CULTURA
Desde la mitad del siglo pasado se ha debatido mucho sobre la relación entre cultura y desarrollo. En la actualidad se plantea a la primera como “cuarto pilar” del desarrollo sostenible. Esta escenario puede leerse de dos maneras: se está instrumentalizando la diversidad cultural para consolidar la acumulación capitalista, o la dimensión cultural de nuestras vidas está democratizando aquello que entendemos por desarrollo. Ambas lecturas nos indican que la cultura se convertido en el eje de un antagonismo a nivel global y que tiene como polos el capitalismo y la democracia. Los principales debates sobre políticas culturales giran entorno a esta relación.
De lo mencionado queda claro que la cultura ya es parte de la agenda política a nivel global. Sin embargo existe una desconfianza latente al vincular cultura y política. La primera aparece como la exaltación de lo que somos, es decir como un consenso, y la segunda como aquello que nos hace confrontarnos, es decir como un conflicto. La negación de la política en el Perú se consolidó en nuestra historia reciente sobre la base de la experiencia dictatorial fujimorista y el conflicto armado interno. Dicha negación es proporcional al consenso del marketing de la identidad peruana y se justifica en las constantes denuncias mediáticas a los representantes políticos y funcionarios públicas.
La contrapropuesta planteada por la derecha se caracteriza por la "tecnocracia al gobierno" y el "emprendedurismo ideológico" (esa mezcla de exaltación individualista y sentido de sobrevivencia ante el incumplimiento de derechos). En ambos casos se requiere entender que el sujeto político, el individuo racional, eficiente, competitivo y moralmente conservador, necesita para "salir adelante" del menor "ruido político".
En ese escenario la cultura es vista como un campo expresivo libre de antagonismos de intereses. Una reserva de valores, con cabida para la diversidad siempre y cuando sea funcional a la lógica de libre mercado y no se trate de “intereses políticos”, pues ello trae conflicto. Creo que esta visión debilita profundamente de nuestra democracia. La política habita en un clima de instituciones, prácticas y significados que nos permiten identificar quiénes somos y a dónde queremos ir, preguntas cuyas respuestas conllevan a posiciones distintas y/o contrarias que, tarde o temprano entran en distintos niveles de conflicto. La cultura es el campo valorativo donde se desenvuelven esos conflictos de intereses, esas pasiones individuales y colectivas propias de la convivencia. Como diría Chantal Mouffe, una cultura democrática requiere que ese campo valorativo, expresado en reglas del juego institucionales, encauce los conflictos por canales democráticos.
Asumir que la democracia se sustenta principalmente en la ausencia de conflictos es condenarnos a perpetuar la ley del más fuerte en un mundo global caracterizado por una descomunal desigualdad económica, y en un escenario nacional marcado por la reprivatización de lo público. Es por ello que precisamos reconectar la cultura con la política pues es vital configurar una democracia que parta de la viabilidad del conflicto, teniendo como premisa el reconocimiento de la diferencia, y no la mercantilización y domesticación inclusiva de la misma. Es por eso que todo proyecto político democrático requiere hacer transversal la cultura en las políticas públicas, en el diseño de las instituciones y en las formas de participación.
Para ello hay que ser conscientes que no podemos asegurar el derecho a gozar de nuestra diversidad cultural si no luchamos por combatir la creciente desigualdad que promueve el capitalismo. En ese sentido, precisamos politizar la cultura, es decir disputar las razones y pasiones colectivas hacia un horizonte de convivencia marcado por la igualdad de oportunidades y la diversidad cultural. Al mismo tiempo, precisamos forjar las identidades de los sujetos sociales que encarnen esos proyectos de cambio, pues ningún proyecto político es viable sin identidades colectivas vibrantes.